jueves, 20 de junio de 2013

Ser buen profesor es muy difícil. No serlo, es trágico.


Llega el final de curso, momento de hacer balance de lo ocurrido y de mirar al curso que viene para ver qué podemos hacer que sea todavía mejor. En cada una de las consultas que mantengo con los padres aparece el factor profesor:
–  ¡Qué lástima que su profesora de este año no siga con él!
–  ¡Menos mal que termina el curso y el año que viene tendrá otro profesor!
–  El año que viene cambia de profesor. ¡A ver si tenemos suerte!

¿Suerte? Pero, ¿cómo que suerte? La suerte debería quedar limitada a los juegos de azar y a los naipes, pero en lo que se refiere a la enseñanza y a poner a nuestros hijos en manos de un profesional de la enseñanza no debería haber suerte que valga. No debería; pero la hay.
Seamos honestos: en España hay magníficos docentes; pero también los hay pésimos. Cuando doy una conferencia en un colegio a un grupo de profesores, sé que voy a conseguir que se rían cuando les pregunto: «¿Acaso cuando vuestro hijo entra en el colegio no os preocupáis, y mucho, de que esté con tal o cual profesor?». Todos asienten. Pero consigo hacerles perder la risa cuando les digo: «Más aún. ¿Acaso no habéis dicho... ¡me niego a que mi hijo (o incluso mi sobrino) esté con fulano o mengano!?»
¡Pues claro! Todos nos conocemos y sabemos quién tira para adelante de sus alumnos y quién no. Y la excusa de que “tengo 30 alumnos en clase” sencillamente NO ES VÁLIDA, porque el buen profesor tiene exactamente el mismo número de alumnos y no deja a ninguno por el camino.
Sólo un ejemplo [los tengo por decenas]: En septiembre la profesora de Pepe informó a los padres que tenía muchos alumnos en clase y no iba a poder darle la atención que un alumno así necesita. En enero de este curso, la profesora de Pepe les preguntó a  sus padres si tenía los libros en casa. Naturalmente, los padres lo negaron; los libros estaban en el colegio desde septiembre. Así lo creían ellos; pero ¿dónde están los libros? ¡Ni idea! «La profesora me deja dormir en clase». Así que a Pepe, con nueve años y en segundo de educación primaria, le cuesta dormir por las noches porque... ¡se echa unas siestas de Padre y Señor mío en horario lectivo!
¿Es un ejemplo extremo? ¡Sin duda! Pero real como la vida misma. El año pasado estuve dos veces en el colegio de Pepe para colaborar con su pedagogo-terapeuta (PT) y su tutora. Este año no ha habido forma de que me reciban, son todo largas.

Por cada ejemplo negativo tengo tres positivos. Pero, aunque estadísticamente los buenos profesores superan con creces a los malos, el efecto de éstos es devastador. Ya he aludido en un post previo (“La calidad de nuestro sistema de enseñanza – 2ª parte”) al informe McKinsey. La primera de sus tres conclusiones es bien clara: “La calidad de un sistema educativo tiene como techo la calidad de sus docentes”. E indica: «El impacto negativo de los docentes con bajo desempeño es severo, particularmente en los primeros años de escolaridad. En el nivel primario, los alumnos con docentes con bajo desempeño durante varios años seguidos sufren una pérdida educacional que es en gran medida irreversible» (Pido perdón por la redacción, pero la traducción del informe Mckinsey es manifiestamente mejorable).

¿Y cuál es la diferencia básica entre el buen profesional de la enseñanza del malo? Desde  mi punto de vista, se diferencian principalmente en una variable: su capacidad para motivar y facilitar a los alumnos a dar el máximo de su potencial.
Estoy harto de leer notitas con mensajes como «Pepe podría hacerlo mucho mejor si se esforzara más», «María rinde por debajo de sus posibilidades». ¡Pues claro! Usted también, señor profesor, podría hacerlo mucho mejor si se esforzara más y lo mejor de todo es que si lo hiciera entonces Pepe y María rendirían de acuerdo a sus posibilidades.
¿Y es que no hay malos alumnos, o alumnos difíciles? ¡Pues claro que los hay! La diferencia está en cómo aborda el profesional de la enseñanza ese caso (o esos casos).

Sé que este blog lo leen decenas de profesores, pero estoy convencido de que ninguno de ellos se reconocerá. Aquí ocurre como en las escuelas de padres, que sólo asisten los padres que no necesitan escuela.
¿Y qué podemos hacer? Fomentar la formación interna en los colegios. No hace falta que vayamos desde fuera a deciros cómo hacer vuestro trabajo. Sabéis quién es el buen profesor dentro de vuestro colegio. Entrad en su clase y observad qué hace. Que entre en vuestras clases para que os observe y os pueda dar ideas y ayudar.  Sin miedo. Sin vergüenza.
Asumid que el “cómo realizo mi trabajo” es un factor determinante en el éxito o fracaso de todos y cada uno de mis alumnos. Y por tanto, cuestionarme qué debo hacer para facilitar el éxito del máximo número de alumnos, sino de todos.
¿Y qué hacemos con el mal profesor? Corregirle. Corregirle una y otra vez. ¡Ya está bien de actuar de acuerdo al “qué le vamos a hacer”! Estoy harto de oír que Don Fulano es “toda una institución”, o “Funalito es muy joven, ya aprenderá”. El mal docente se lleva por delante no menos de dos o tres alumnos por curso. Si el curso siguiente vuelve a “tener mala suerte”, ese alumno está fundido.

El factor profesor es determinante en el éxito del alumno, de cada alumno.
No podemos seguir actuando como si todos los profesores fueran buenos. Y debemos tener claro que, porque un profesor consiga el éxito de la mayoría de sus alumnos, no significa que sea bueno. Cuando el alumno está bien capacitado tiene éxito; aunque el docente que tiene enfrente sea desastroso. Con frecuencia oigo a estos alumnos, acostumbrados a sacar magníficas notas, hablar pestes de sus profesores. Aprueban, pero se sienten desmotivados, aburridos y cansados de tener un simple transmisor de conocimientos, que bien pudieran haber adquirido de cualquier otra persona.

Ser buen profesor es muy difícil. No serlo, es trágico.

Información obtenida de: educarconsentido.com