Llega
el final de curso, momento de hacer balance de lo ocurrido y de mirar al curso
que viene para ver qué podemos hacer que sea todavía mejor. En cada una de las
consultas que mantengo con los padres aparece el factor profesor:
– ¡Qué lástima que su profesora de este año no
siga con él!
– ¡Menos mal que termina el curso y el año que
viene tendrá otro profesor!
– El año que viene cambia de profesor. ¡A ver si
tenemos suerte!
¿Suerte?
Pero, ¿cómo que suerte? La suerte debería quedar limitada a los juegos de azar
y a los naipes, pero en lo que se refiere a la enseñanza y a poner a nuestros
hijos en manos de un profesional de la enseñanza no debería haber suerte que
valga. No debería; pero la hay.
Seamos
honestos: en España hay magníficos docentes; pero también los hay pésimos.
Cuando doy una conferencia en un colegio a un grupo de profesores, sé que voy a
conseguir que se rían cuando les pregunto: «¿Acaso
cuando vuestro hijo entra en el colegio no os preocupáis, y mucho, de que esté
con tal o cual profesor?». Todos
asienten. Pero consigo hacerles perder la risa cuando les digo: «Más aún. ¿Acaso no habéis dicho... ¡me niego a
que mi hijo (o incluso mi sobrino) esté con fulano o mengano!?»
¡Pues
claro! Todos nos conocemos y sabemos quién tira para adelante de sus alumnos y
quién no. Y la excusa de que “tengo 30 alumnos en clase” sencillamente NO ES VÁLIDA, porque el buen profesor
tiene exactamente el mismo número de alumnos y no deja a ninguno por el camino.
Sólo
un ejemplo [los tengo por decenas]: En septiembre la profesora de Pepe informó
a los padres que tenía muchos alumnos en clase y no iba a poder darle la
atención que un alumno así necesita. En enero de este curso, la profesora de
Pepe les preguntó a sus padres si tenía los libros en casa. Naturalmente,
los padres lo negaron; los libros estaban en el colegio desde septiembre. Así
lo creían ellos; pero ¿dónde están los libros? ¡Ni idea! «La profesora me deja dormir en clase». Así que a Pepe, con nueve años y en segundo de
educación primaria, le cuesta dormir por las noches porque... ¡se echa unas
siestas de Padre y Señor mío en horario lectivo!
¿Es
un ejemplo extremo? ¡Sin duda! Pero real como la vida misma. El año pasado
estuve dos veces en el colegio de Pepe para colaborar con su pedagogo-terapeuta
(PT) y su tutora. Este año no ha habido forma de que me reciban, son todo
largas.
Por
cada ejemplo negativo tengo tres positivos. Pero, aunque estadísticamente los
buenos profesores superan con creces a los malos, el efecto de éstos es
devastador. Ya he aludido en un post previo (“La calidad de nuestro
sistema de enseñanza – 2ª parte”) al informe McKinsey. La primera de sus tres
conclusiones es bien clara: “La calidad de un sistema educativo tiene como
techo la calidad de sus docentes”. E indica: «El impacto negativo de los docentes con bajo desempeño es
severo, particularmente en los primeros años de escolaridad. En el nivel
primario, los alumnos con docentes con bajo desempeño durante varios años
seguidos sufren una pérdida educacional que es en gran medida irreversible»
(Pido perdón por la redacción, pero la traducción del informe Mckinsey es
manifiestamente mejorable).
¿Y
cuál es la diferencia básica entre el buen profesional de la enseñanza del
malo? Desde mi punto de vista, se diferencian principalmente en una
variable: su capacidad para motivar y facilitar a los alumnos a dar el máximo
de su potencial.
Estoy
harto de leer notitas con mensajes como «Pepe podría hacerlo mucho mejor si se
esforzara más», «María rinde por debajo de sus posibilidades». ¡Pues claro!
Usted también, señor profesor, podría hacerlo mucho mejor si se esforzara más y
lo mejor de todo es que si lo hiciera entonces Pepe y María rendirían de
acuerdo a sus posibilidades.
¿Y
es que no hay malos alumnos, o alumnos difíciles? ¡Pues claro que los hay! La
diferencia está en cómo aborda el profesional de la enseñanza ese caso (o esos
casos).
Sé
que este blog lo leen decenas de profesores, pero estoy convencido de que ninguno
de ellos se reconocerá. Aquí ocurre como en las escuelas de padres, que sólo
asisten los padres que no necesitan escuela.
¿Y
qué podemos hacer? Fomentar la formación interna en los colegios. No hace falta
que vayamos desde fuera a deciros cómo hacer vuestro trabajo. Sabéis quién es
el buen profesor dentro de vuestro colegio. Entrad en su clase y observad qué
hace. Que entre en vuestras clases para que os observe y os pueda dar ideas y
ayudar. Sin miedo. Sin vergüenza.
Asumid
que el “cómo realizo mi trabajo” es un factor determinante en el éxito o
fracaso de todos y cada uno de mis alumnos. Y por tanto, cuestionarme qué debo
hacer para facilitar el éxito del máximo número de alumnos, sino de todos.
¿Y
qué hacemos con el mal profesor? Corregirle. Corregirle una y otra vez. ¡Ya
está bien de actuar de acuerdo al “qué le vamos a hacer”! Estoy harto de oír
que Don Fulano es “toda una institución”, o “Funalito es muy joven, ya
aprenderá”. El mal docente se lleva por delante no menos de dos o tres alumnos
por curso. Si el curso siguiente vuelve a “tener mala suerte”, ese alumno está
fundido.
El
factor profesor es determinante en el éxito del alumno, de cada alumno.
No
podemos seguir actuando como si todos los profesores fueran buenos. Y debemos
tener claro que, porque un profesor consiga el éxito de la mayoría de sus
alumnos, no significa que sea bueno. Cuando el alumno está bien capacitado
tiene éxito; aunque el docente que tiene enfrente sea desastroso. Con
frecuencia oigo a estos alumnos, acostumbrados a sacar magníficas notas, hablar
pestes de sus profesores. Aprueban, pero se sienten desmotivados, aburridos y
cansados de tener un simple transmisor de conocimientos, que bien pudieran
haber adquirido de cualquier otra persona.
Ser
buen profesor es muy difícil. No serlo, es trágico.
Información
obtenida de: educarconsentido.com